Karol Dance: Todo es sobre poder
Todo cronista de la cultura pop que se sumerge en el denso y ecléctico mundo de la fama necesita una escafandra: un traje invisible que le permita nadar en el caos, sonreírle al monstruo y volver a la superficie para contarlo, colgando al personaje en el clóset al final del día.
La tragedia de Karol Lucero Venegas, y la clave para entender su figura, es precisamente la ausencia de esa frontera. ¿Qué pasa cuando no hay clóset donde colgar Karol Dance? ¿Cuándo el personaje se come a la persona y la vida se vuelve una performance sin fin?
Lejos de ser un simple recuento de polémicas, el caso de Karol Dance puede decantar en la historia de un adicto, en primera instancia, al sexo. Pero, escarbando en los hechos prácticos y simbólicos de su álgida vida pública, podríamos aseverar que se trata de algo un poco más complejo.
Ahí es donde cabe atender la máxima de Oscar Wilde, cuando plantea que "todo es sobre sexo, menos el sexo, que es sobre poder". ¿Estamos, entonces, ante un adicto al poder?
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De ser así, se trataría de un poder forjado en la maquinaria mediática, que se manifiesta incesantemente en cada una de sus acciones, desde sus conquistas públicas hasta sus transgresiones privadas.
Nos atrevemos, entonces, a explorar la anatomía de ese poder como la aproximación simbólica de un arquetipo de la fama moderna: un sujeto sin escafandra, que sobrevive existiendo como un simulacro en la algoritmizada sociedad del espectáculo, atrapado en un ciclo de autoexplotación para mantener su relevancia en medio del avasallador capitalismo de vigilancia.
La idea es, quizá, apostar a que su comportamiento no es una serie de errores aislados, sino el resultado lógico de un sistema que lo creó, lo elevó y, finalmente, lo consumió.

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Karol vs. Lucero
El relato de Karol Lucero es la coartada perfecta del sistema: el chico de ojos azules, el menos poblacional de la población que, a punta de carisma, llega a la cima. Sin embargo, esta narrativa de superación individual es, al mismo tiempo ,una manifestación de violencia representativa. Como podría apostar el sociólogo Pierre Bourdieu, los medios le otorgaron a Lucero un inmenso "capital simbólico", a cambio de que su historia legitimara el sistema que produce el dolor de las masas.
Entonces, su triunfo era, quizá, la verosímil prueba de que cualquiera, como tú y como yo, podía lograrlo, ocultando que el sorteo del éxito casi siempre está arraigado a fuerzas más grandes que el mérito, el encanto o la simpatía.
Nació dentro del último ciclo de la transición, como un Darth Vader corrompido por Alex Hernández, el emperador de la tele basura. Eligió pagar el precio: dejar su alma, desclasarse, para poder ser el rey de los pokemones y así ser, de alguna manera, el rey del pueblo.
El costo fue la ruptura con su habitus de origen: su forma de hablar, de moverse, de ser. Con esa apuesta, sin dudas, se convirtió en un producto cultural valiosísimo, lo suficientemente "auténtico" para conectar con la gente, y al mismo tiempo, lo suficientemente vulnerable para ser explotado por la élite mediática, al punto de negar con alevosía su origen y apostar por la perversión oculta entre las luces del show, que nunca termina.
Este proceso lo arrojó de lleno a la "Sociedad del Espectáculo" que advertía Guy Debord a finales de los años 60, donde podemos ver un mundo invertido donde la vida real se aleja y es reemplazada por la performance. Karol dejó de vivir su vida para empezar a performarla. Se convirtió, entonces, en un simulacro, como podría plantearse bajo el alero conceptual de Baudrillard: una imagen que primero reflejaba una realidad (el chico que salió de la población), luego la enmascaraba (el rey de los pokemones en Yingo) y finalmente ocultaba, decantando así su figura en una ausencia total de realidad profunda. Se transformó en puro fulgor, y por eso, no es tan descabellado apostar a que si Karol se queda sin tele, se queda sin nada, porque no hay un origen al que volver.

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El depredador que se niega a perder
Cuando la persona es devorada por el personaje, la psicología se altera. El comportamiento de Karol Lucero, analizado en el contexto de sus escándalos más recientes, y quizá uno de los más graves hasta el momento, que involucra a DJ Isi Glock, no revela a un hombre arrepentido, sino a un CEO en pánico gestionando una crisis de marca.
Una primera alarma se manifiesta en su explícita necesidad de gratificación inmediata, al iniciar un vínculo sexo-“afectivo” recién casado, en su lugar de trabajo, con la que anula cualquier evaluación de riesgo.
La sucesión de hechos en el caso podría ser también señal de un narcisismo exacerbado no visto en terapia, ya que la preocupación de Lucero tras la filtración del vínculo no es el daño emocional causado a un tercero, o los riesgos en la salud física de los involucrados, sino el terror a las consecuencias sobre su propia imagen. La otra persona es un medio para un fin y, posteriormente, una amenaza para su estabilidad.
Cuando el simulacro se ve amenazado, se libera la adicción al poder. Su conducta se vuelve controladora. La insistencia en la píldora del día después no es un acto de responsabilidad, sino un intento desesperado por borrar la evidencia. La petición de "ayúdame a no decir nada" es otra artimaña de manipulación para dictar la solución que a él le conviene, protegiéndose a toda costa y a merced de la integridad del otro.
Estos rasgos no son fallas morales aisladas, sino las herramientas de trabajo del "sujeto de rendimiento" que, por ejemplo, describe Byung-Chul Han. Atrapado en la jaula de la autoexplotación, Karol está obligado a producir, a conquistar, a demostrar y a ganar constantemente para seguir existiendo.
“Todo es sobre sexo, menos el sexo”, por eso elige a conciencia celebrar su cumpleaños con body sushi, un gesto de sometimiento donde nada se entrega. Pero el poder no se agota en dominar a otros, como en ese acto mediáticamente performático, o en la fantasía narcisista de “transformar” la orientación sexual de otra persona desde su frágil virilidad; también reside en asegurar el control absoluto de la historia que se cuenta de sí mismo.
No se trata solo de Karol Lucero, sino de “Yo S.A.”, de “Karol S.A.”, una marca personal que convierte su vida mercenaria en mercancía y espectáculo.

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El vacío
La tragedia de Karol Dance no es su caída, sino que nunca tuvo un lugar desde donde caer. Su identidad se forjó en la repetición incesante de una norma, una performatividad, que lo obligaba a ser el "chico exitoso y simpático" en todo momento. Eternamente joven.
Por lo mismo, el “chúpalo Karol Dance” del estallido social y las "funas" previas y posteriores, no fueron un ataque a la persona, sino un rechazo colectivo al simulacro que estaba obligado a representar y que que se traga la humanidad de los que no nacieron protegidos. No se trata solo de él, es el símbolo, cuyo espacio está libre, aunque no exento de candidatos potenciales. Quizá, el próximo bastión sea Sammy Reyes.
Pero al final, siempre se vuelve, o debería volverse, al cuerpo. Esa es la salida de Reyes, la imagen del cronista que se quita la escafandra y respira su propio aire en el silencio de su habitación.
Karol Lucero perdió ese privilegio. Vive permanentemente sumergido, respirando el agua tóxica de la mirada ajena, porque su casa se ha vuelto un set de filmación y las luces nunca se apagan. Eso enloquece a cualquiera.
Su historia es la de un fogonazo, la de una vida consumida para producir luceros. Y quizás, la imagen que mejor lo define es la de su mirada vacía por un segundo, justo cuando la cámara del celular deja de grabar y, antes de que el pulgar vuelva a activarla, ya no sabe quién es.
Es el costo humano, insoportable, de haberse convertido en puro fulgor.