Lo que se borra del cuadro

13-11-2025

Por Cristóbal Ortiz (Tirotallas)


Hace unos días, el presidente Boric, en el contexto de la Cuenta Pública y la entrega del Informe Anual de la Defensoría de la Niñez, afirmó: “En Chile hay más suicidios al año que homicidios. En Chile se suicida más gente de la que muere en condiciones —o víctima— de la delincuencia”. Una frase breve, pero que deja un eco difícil de ignorar. Porque aquello que nos matamos con armas, muchas veces lo borramos con silencio.


Con la depresión pasa lo mismo. La tratamos como una visita indeseada, un tema que se empuja detrás de puertas cerradas. Algo a lo que “no hay que darle color”. Cuando éramos

chicos, el dolor se minimizaba con frases que pretendían consolar, pero solo tapaban: “Hay niños en África que no tienen qué comer”, “no te ahogues en un vaso de agua”, “piensa positivo”. Son líneas que suenan a contención, pero una contención torpe, casi bruta, que termina funcionando como un florero artificial puesto justo delante de esa foto que nadie quiere mirar, ya que ocultan lo que debe decirse. Y en algunos casos, hacen más daño que el dolor original.


La depresión no es flojera, no es falta de fe, no es mala suerte. Es cuando la luz se prende tenue y no alcanza a iluminar nada. Lo escribí una vez: “Se siente como estar en un pasillo

donde las luces parpadean hasta que se apagan, y tú te quedas ahí, quieto, con todo lo que pensabas que te sostenía hecho polvo. Es la anhedonia, donde el cuerpo sigue, pero la cabeza no encuentra por qué.”


Cuando oí al presidente Boric decir que hay más suicidios que homicidios, pensé que no

hablaba de números, sino de algo más profundo. Se trata de cuántas personas se van apagando sin que nadie se dé cuenta. Porque si cuesta hablar del suicidio, es porque todavía no sabemos

hablar del dolor. No sabemos escucharlo. No sabemos acompañarlo sin exigirle que se mejore.


Pedir ayuda no es un acto de debilidad, sino de resistencia. Es decir “todavía quiero estar acá, aunque no sepa cómo”. Y hablar —aunque sea torpemente— es también un gesto político, un modo de decir que seguimos vivos.


Hay más suicidios que homicidios, sí. Pero hay también más motivos para quedarse si

aprendemos a mirarnos, a educarnos, a decir lo que duele sin vergüenza. Porque cuando se vuelve a colgar una foto, cuando se dice el nombre en voz alta, cuando se levanta el teléfono y se pide ayuda, algo se enciende otra vez.


Y a veces basta con eso. Con una luz, aunque tenue, que todavía ilumina.

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