La incómoda pregunta: ¿Por qué la izquierda se cree más inteligente?
"Y aunque el roteo puede ser divertido, en el fondo esconde un punto débil: revela que una parte de la izquierda todavía cree que formarse funciona como una máquina de conversión, que mientras más estudias, lees o pasas por la universidad, más naturalmente terminas siendo de izquierda", plantea el columnista estrella Álvaro Ortiz.
Chile lleva veinte años en un ping-pong electoral. De izquierda a derecha y de derecha a izquierda, vemos que cuatro años no están alcanzando para consolidar un proyecto y apenas sirven para administrar urgencias antes de que otra crisis acapare la agenda. Los bloqueos políticos frenan los avances, las prioridades cambian sin preguntar a nadie y los problemas se acumulan más rápido de lo que el Estado logra ordenarlos. Y lo que no se logra, lo que se demora o falla, se convierte en material para que a la oposición le llegue el péndulo de vuelta.
Pero lo ocurrido este domingo, la amplia pero previsible victoria por casi 20 puntos del republicano José Antonio Kast por sobre la oficialista Jeannette Jara, no es solo un cambio de mando, es una señal de qué discurso le está hablando mejor a la calle. Kast ganó en 312 de las 346 comunas, y no perdió ninguna desde la región de O’Higgins hacia el sur. Jara, en cambio, se impuso mayoritariamente en urbes y Valparaíso fue la única capital regional donde logró triunfar.
Eso es preocupante, porque por primera vez en democracia llega a La Moneda un liderazgo que defiende la dictadura, que mantiene la duda de qué recortes económicos hará porque, según el ex alcalde Rodolfo Carter, “si lo decimos, nos paralizan el país”, y que rechaza el aborto en tres causales porque “faculta el asesinato de niños inocentes”, por mencionar solo algunas cosas. Es la normalización de un discurso que hasta hace poco estaba en los márgenes y hoy habla desde el poder.
Lo peor es que no hizo falta mucho, bastó con apretar una y otra vez la tecla del anticomunismo, incluso cuando Jara tenía detrás a todo el socialismo democrático, una campaña montada tras un vidrio antibalas para alimentar el miedo, y una ambigüedad intencionada de sus propias propuestas. Con ese cuadro, se entiende que el roteo haya explotado en redes: una guerra entre “dejen de decirle ultraderecha a bañarse y usar zapato cerrado” contra “dejen de decirle comunista a estudiar y leer”.
Y aunque el roteo puede ser divertido —porque es un desahogo rápido y a veces aliviante—, en el fondo esconde un punto débil: revela que una parte de la izquierda todavía cree que formarse funciona como una máquina de conversión, que mientras más estudias, lees o pasas por la universidad, más “naturalmente” terminas siendo de izquierda.
Desde ese supuesto, cómodo y moralmente reconfortante, si el otro no piensa como yo, entonces no es que elija distinto, es que no entiende. Ahí se nota la soberbia. En consecuencia, el adversario queda reducido a ignorante por definición, no a alguien que tomó una decisión —equivocada o no— con la información que tenía, y en vez de disputar sentido común, se disputa superioridad.
Ya lo vimos en el fracaso de la Convención Constitucional, cuando el 4 de septiembre de 2022 se rechazó con un 61,86% una nueva carta fundamental. En aquel entonces, la Convención operó como una vanguardia progresista, sí, pero también pecó de creer que el país venía detrás. Empujó debates que no estaban suficientemente socializados y dio por consenso lo que era disputa. Y al final, como resumió el presidente Boric tras el Plebiscito, “pretender estar adelantado a tu época es una forma elegante de estar equivocado”.
Esa misma desconexión no quedó enterrada en 2022, sino que está operando hoy. En esta elección, Franco Parisi del Partido de la Gente (PDG) captó cerca de un 20% en primera vuelta con un mensaje tan simple como “ni facho ni comunacho”. No ofreció un proyecto, sino una salida emocional: distancia, hastío y desconfianza hacia todo lo político. Pero nadie lo vio venir porque desde lejos el tuning y el “enchular a la vieja” se veían muy chabacanos. Como si la política no pudiera entrar por ahí.
La izquierda tiene que volver a recordarle a Chile algo básico como lo planteaba Gramsci: “lo que ocurre no ocurre tanto porque algunos lo quieran, sino porque la masa de los hombres (y mujeres) abdica de su voluntad”. Tienen cuatro años para disputar ese sentido común y reconstruir mayoría, sin vivir de la caricatura del adversario y tratando de estimular la conversación social, en vez de pretender ser el pastor de un rebaño perdido. Pero, siendo ambicioso, la verdadera victoria no está solo en volver a La Moneda por un turno, está en lograr que esa vuelta dure ocho años, lo suficiente para que un proyecto deje de ser promesa y empiece, por fin, a convertirse en país.