El último héroe de la izquierda: Mario Bros cumple 40 años
"Este ensayo postula que la saga de Super Mario Bros., a pesar de su apariencia caprichosa y apolítica, funciona como una potente alegoría de la revolución proletaria contra las estructuras estatales opresivas".
En los barrios polvorientos de Brooklyn, donde el olor a tuberías oxidadas y la melancolía del asfalto se entrelazan, el gasfiter se ató los cordones de sus botas de trabajo. Se ajustó el overol azul sobre la camisa roja, un uniforme que era a la vez una insignia de su clase y una cadena. No era un héroe, no era un príncipe, no era ni siquiera un ciudadano de ese reino que lo llamaba. Era un obrero. Y, en su faena, en ese primer salto que lo lanzaría a la tubería verde, no solo comenzaba la aventura de un hombre, sino el sacrificio de una clase entera. Se trata de un proletariado que, para restaurar el orden de un reino ajeno, debía primero disolver su propia identidad.
A primera vista, la franquicia Super Mario Bros. de Nintendo parece ser la antítesis de un texto político. Su mundo, rebosante de colores vibrantes, hongos parlantes y una alegre banda sonora, se presenta como un escapismo puro, un refugio de las complejidades y conflictos del mundo real. Sin embargo, un análisis más profundo, guiado por las herramientas de la teoría crítica, revela una narrativa subyacente rica en subtexto político.
Este ensayo postula que la saga de Super Mario Bros., a pesar de su apariencia caprichosa y apolítica, funciona como una potente alegoría de la revolución proletaria contra las estructuras estatales opresivas. En esta lectura, Mario no es simplemente un fontanero, sino un avatar de la clase trabajadora, un agente histórico cuya lucha por liberar a una princesa y su reino resuena con los principios fundamentales del pensamiento marxista. El presente análisis deconstruirá los elementos narrativos centrales de la franquicia —los personajes, las entidades políticas y el conflicto recurrente— a través de las lentes críticas de teóricos como Karl Marx, Fredric Jameson, Slavoj Žižek y otros, con el fin de desvelar una transcripción oculta de la lucha de clases, donde los castillos no son solo niveles de un juego, sino aparatos de Estado, y donde los enemigos no son meros obstáculos, sino encarnaciones del capital y la reacción.
La alienación del migrante: un proletariado sin fronteras
Para comprender a Mario como un ícono revolucionario, es imperativo primero establecer su identidad de clase. Lejos de ser un caballero andante o un aristócrata, Mario está inequívocamente arraigado en el proletariado. Su personaje se define por su trabajo, sus orígenes y su relación con las estructuras económicas de su mundo, todo lo cual lo alinea con la figura del trabajador descrita por Karl Marx. Su biografía lo identifica como un trabajador manual de clase obrera, un gasfiter italoamericano de Brooklyn que, por un giro del destino, se encuentra en un reino ajeno.
Esta condición de migrante, como lo destacarían Hardt y Negri, lo convierte en un sujeto despojado de cualquier arraigo. Su lucha no es por su patria, sino por la supervivencia de un sistema que él no creó ni controla. Es el agente externo que representa a la multitud en su forma más pura: un colectivo desarraigado y desterritorializado, que opera fuera de las lógicas nacionales y de estado. Mario no es un proletario con conciencia de clase, es el trabajador sin fronteras, cuya única ética es la del trabajo. Su única ideología es el pragmatismo del salto y la acción.
La forma en que Mario interactúa con la economía del juego refuerza su identidad proletaria. A lo largo de sus aventuras, recolecta millones de monedas de oro. Sin embargo, estas monedas no funcionan como capital en el sentido marxista. No se acumulan para generar más riqueza, invertir en medios de producción o establecer un dominio económico. Su propósito es la supervivencia inmediata: cada 100 monedas recolectadas otorgan a Mario una "vida extra", una oportunidad más para continuar la lucha. Este sistema económico representa una economía de subsistencia, no de acumulación. El valor de la moneda es su capacidad para asegurar la continuidad del trabajo, un bucle de producción y reproducción que nunca se rompe. La "vida extra" no es un premio, es la reafirmación de su destino como eterno obrero en el molino capitalista.
La utopía socialista que la izquierda buscó durante un siglo ha sido reemplazada por una distopía de la reproducción incesante. Cada vez que Mario rescata a Peach, el ciclo se reinicia. Un nuevo castillo, un nuevo desafío, la misma princesa. Fredric Jameson diría que esto es la lógica cultural del capitalismo tardío, donde la historia ha sido reemplazada por el pastiche y la repetición. No hay una gran narrativa de liberación, sino una serie de misiones idénticas. El obrero, en lugar de ser el sujeto de la historia, se convierte en el esclavo de una mecánica de juego que nunca termina. La victoria no es el triunfo de la clase obrera, sino el comienzo de un nuevo nivel.
Bowser y el espectro de la reacción: la izquierda del falso antagonismo
El principal antagonista de Mario, el tiránico Bowser, no es solo una amenaza. Es una figura de poder que, en el imaginario político chileno, tiene su propio paralelo grotesco y simbólico: José Antonio Kast. Ambos representan un orden conservador y autoritario. Bowser, con su estética de realeza draconiana, encapsula la reacción política en su forma más caricaturesca. La princesa Peach no lo odia por su maldad, sino que lo considera una molestia, un villano de clase baja que interrumpe el orden de la aristocracia del Reino Champiñón. Para Nancy Fraser, esta dinámica es fundamental. La lucha de Mario no es por la redistribución económica, sino por el reconocimiento cultural. El objetivo no es cambiar las estructuras de poder, sino simplemente restaurarlas, expulsando al intruso que, como un populista de extrema derecha, amenaza con un caos simbólico.
Bowser, al igual que figuras como Kast, Javier Milei, Donald Trump o Nayib Bukele, no busca destruir el sistema, sino dominarlo. Sus ataques son una performance de poder, un espectáculo de fuerza que busca la lealtad de la plebe y que desvía la atención de las fallas sistémicas. La captura de Peach no es un acto de genuina tiranía, sino un ritual anual que reafirma su lugar como el antagonista necesario, el villano que la trama necesita para existir. Sin Bowser, la figura de Mario carece de sentido. La lucha entre ambos es una danza ideológica, un falso antagonismo que, en palabras de Slavoj Žižek, es la cortina de humo de la ideología dominante. La verdadera lucha no es entre Mario y Bowser, sino entre el sujeto del trabajo abstracto (Mario) y el sujeto del orden autoritario (Bowser), dos caras de la misma moneda. Ambos, al final del día, mantienen el sistema en su lugar.
El régimen de Bowser es una monarquía absoluta y totalitaria. Bowser es el líder supremo e indiscutible, el "Rey de los Koopas", y su poder no está sujeto a ninguna ley o constitución. Su Tropa Koopa es, ante todo, una maquinaria militar. La estructura de mando es rígidamente jerárquica y se basa en la lealtad personal al líder. Directamente debajo de Bowser se encuentran su heredero, Bowser Jr., los siete Koopalings y el mago Kamek, quienes actúan como "primeros oficiales" y comandantes de campo. Este núcleo de liderazgo comanda un vasto ejército organizado en "rangos o unidades paramilitares en un sistema similar a una casta". Esta concentración de poder político y militar en un único líder, combinada con una ideología de expansión agresiva, ha llevado a algunos analistas a describir el régimen de Bowser como explícitamente fascista.
El motivo recurrente del secuestro de la Princesa Peach y el intento de Bowser de forzarla a casarse con él adquiere un significado más profundo a través de la lente de Friedrich Engels en El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado. Engels argumentó que la familia monógama patriarcal no surgió por amor romántico, sino como una institución económica diseñada para asegurar la paternidad y facilitar la herencia de la propiedad privada de padres a hijos.
La mujer, en este sistema, se convierte en un "mero instrumento para la producción de hijos", un vehículo para la transferencia de riqueza y poder. El plan de Bowser de casarse con Peach no es un acto de afecto, sino una adquisición hostil. Al casarse con la soberana, busca obtener el control legítimo del Reino Champiñón, la máxima forma de propiedad privada en su mundo. Es un intento de fusionar su poder militar con la legitimidad hegemónica de la monarquía de Peach. Por lo tanto, la intervención de Mario no es simplemente el rescate de una damisela en apuros. Es un acto profundamente revolucionario, ya que existe la interrupción violenta de la transferencia de los medios de producción a manos de un tirano fascista. Es la liberación de la soberana femenina de su papel como un mero activo de propiedad, reafirmando que el reino y su gente no son bienes que se puedan adquirir a través de un contrato matrimonial patriarcal.
Wario: El usurpador, símbolo del capitalismo parasitario
Esta ética proletaria se vuelve aún más clara cuando se contrasta con su antítesis, Wario, la encarnación del capitalismo radical. Descrito como el "archirrival autoproclamado" de Mario, Wario es la manifestación de la avaricia burguesa. Mientras que los villanos tradicionales como Bowser están motivados por la pasión y la conquista, Wario está explícitamente impulsado por el amor al dinero. Su primera aparición importante no implica un secuestro, sino un robo de propiedad: se apodera del castillo de Mario. Es un acto de apropiación de la propiedad, un asalto a la base material del héroe. Más polémico aún, su nombre, Wario, es una reversión del nombre de Mario, una parodia obscena que denota una inversión total de valores. Es el mal gemelo que no es más que una versión retorcida del héroe original. El nombre mismo es un acto de violencia simbólica que busca apropiarse de la identidad del proletariado para mercantilizarla.
Wario no es un líder, es un usurero. Vive en la sombra de Mario, pero su motivación no es la conquista, sino la acumulación desenfrenada de riqueza. Su palacio no es un castillo de piedra, sino una fortaleza de monedas de oro, el símbolo máximo de la plusvalía. Su ideología es la superfluidad, la acumulación por la acumulación, lo que lo convierte en un sujeto aún más peligroso que Bowser. Bowser es una amenaza visible; Wario es la fuerza invisible del mercado que se apropia del trabajo de Mario, su tiempo y su propio nombre para su propio beneficio. El verdadero enemigo, por lo tanto, no es el tirano del castillo, sino el usurpador que se adueña de los medios de producción y de la identidad misma del trabajador.
La paradoja del "playbour": cuando la lucha se vuelve producto
La estructura del Estado del Reino Champiñón revela una debilidad profunda y sistémica. Una de las funciones definitorias de un Estado moderno, según teóricos desde Max Weber hasta el propio Lenin, es su monopolio sobre el uso legítimo de la violencia. El Reino Champiñón ha abdicado por completo de esta función. No solo carece de un ejército permanente, sino que externaliza sistemáticamente su seguridad y sus operaciones militares a actores externos, no estatales y de clase trabajadora: Mario y Luigi.
La monarquía, incapaz o no dispuesta a mantener la fuerza necesaria para su propia defensa, subcontrata esta tarea esencial a dos fontaneros extranjeros. En efecto, Mario opera como un mercenario de la clase dominante, un agente contratado para llevar a cabo "misiones de operaciones especiales" para rescatar a la soberana y restaurar el orden. Este arreglo es análogo a los Estados contemporáneos que dependen de contratistas militares privados. Esta dependencia crea una contradicción fatal. Al armar y empoderar al proletariado para que luche en su nombre, el Estado del Reino Champiñón siembra las semillas de su propia superación. Ha entregado el poder de la violencia a la misma clase que, según la teoría marxista, tiene el potencial histórico de derrocarlo.
Sin embargo, hay una capa aún más profunda en esta alegoría. El método de combate principal de Mario es una metáfora poderosa del conflicto de clases directo y sin mediación. No blande una espada encantada ni comanda ejércitos porque su arma principal es su propio cuerpo, el instrumento de su trabajo. Su ataque característico, saltar sobre sus enemigos, es un acto de fuerza física pura y sin adornos. Es el trabajador que utiliza su propio cuerpo para aplastar las fuerzas de la opresión. Este método contrasta marcadamente con los ejércitos organizados, la magia oscura y la tecnología militarizada de sus adversarios. Representa el poder bruto de las masas, la fuerza colectiva del proletariado que, una vez movilizada, puede superar los instrumentos de violencia más sofisticados del Estado. Su habilidad para romper ladrillos con el puño es otra manifestación de esta idea: el trabajador desmantelando las mismas estructuras que lo oprimen.
Pero, a pesar de esta lectura, el verdadero desafío ideológico surge de la naturaleza del juego. El acto de jugar, en la economía digital, puede entenderse como una forma de trabajo no remunerado, o "playbour", donde la participación y el compromiso del jugador generan datos y valor para las corporaciones. Esto coloca al jugador en una posición ideológica profundamente contradictoria. Participa en un acto de consumo dentro de un marco capitalista para experimentar una fantasía de revolución anticapitalista. El sistema vende la simulación de su propia destrucción. Este es quizás el triunfo final de la hegemonía cultural: la capacidad del capitalismo para mercantilizar la propia disidencia, para empaquetar el impulso revolucionario en un producto de consumo, neutralizándolo y conteniéndolo de forma segura dentro de los límites del mercado. El jugador se convierte en un revolucionario de sillón, cuya "lucha" en última instancia refuerza el mismo sistema que la narrativa del juego parece criticar.
La muerte de la utopía: el triunfo del playbour
El legado de Super Mario Bros. es, en última instancia, una advertencia. El espectro de Mario, un obrero en un universo lúdico, no es un llamado a la acción revolucionaria, sino un recordatorio constante de cómo la lucha de clases ha sido asimilada por el capital. La fantasía de la liberación, la promesa de una victoria final, ha sido reemplazada por la repetición interminable de un ciclo de producción y consumo. Ya no hay un mundo que ganar; solo una vida más que comprar con monedas de oro.
El proletario ya no tiene nada que perder más que sus cadenas. Ahora, sus cadenas son los controles de un juego que no puede dejar de jugar. En este nuevo mundo, la revolución no es un acto de liberación, sino el próximo nivel. Y el verdadero enemigo, el que se ha apoderado de nuestra utopía, no es un dragón que escupe fuego, sino la fuerza silenciosa que nos ha convertido a todos en jugadores, produciendo valor sin siquiera darnos cuenta.
La verdadera lección del Reino Champiñón no es que la princesa esté en otro castillo, sino que la revolución está en otro juego. Y hasta que el gasfiter y sus seguidores no entiendan esto, seguirán saltando en un bucle eterno.