El pinochetismo de Evelyn Matthei
"Apoyar a Matthei hoy implica aceptar —o al menos tolerar— esa ambigüedad frente a la dictadura, esa incapacidad de condenarla sin matices, ese vínculo con un legado que Chile todavía no termina de procesar", escribe Danilo Herrera en Turno PM
Por Danilo Herrera, cientista político
La palabra fascismo es una de las más cargadas del vocabulario político contemporáneo. A menudo se utiliza como insulto, como estigma, como etiqueta arrojadiza. Sin embargo, cuando discutimos la historia reciente de Chile y sus proyecciones políticas actuales, es necesario situar las cosas con un mínimo de rigor. En América Latina, los regímenes autoritarios que se instalaron en las décadas de 1960, 70 y 80 deben entenderse en el marco de la Guerra Fría. Fueron dictaduras militares que, bajo la bandera del anticomunismo, justificaron golpes de Estado y la represión sistemática contra sus pueblos en nombre de evitar “una nueva Cuba”. Ese fue el caso chileno.
El fascismo, a diferencia de lo que suele pensarse, no es un tipo de Estado sino una ideología política. Se caracteriza por el nacionalismo extremo, el culto al líder, el rechazo a la democracia liberal y la exaltación de la violencia política como método. Es una ideología que concibe al adversario como enemigo a destruir y que subordina las libertades a un proyecto autoritario de homogeneidad nacional.
La dictadura de Augusto Pinochet fue una dictadura militar, dirigida en todo momento por un general que concentró la jefatura del país. Hubo civiles que colaboraron estrechamente en su funcionamiento —desde tecnócratas hasta empresarios y políticos conservadores—, pero la conducción estuvo siempre en manos de la cúpula militar. Su legitimidad, además, se enmarcó en la Doctrina de Seguridad Nacional de la Guerra Fría, donde el enemigo a combatir era el comunismo.
Aun así, en la práctica, la dictadura compartió rasgos que la memoria social chilena identifica con el fascismo: la supresión total de las libertades democráticas, la violencia política como método sistemático, la tortura, el asesinato, la desaparición de opositores y el exilio forzado de miles de chilenos y chilenas.
Ese vínculo es el que vuelve inevitable la pregunta: ¿qué significa apoyar a alguien que todavía hoy mantiene nexos con el pinochetismo? Evelyn Matthei es hija de un general que integró la Junta Militar y fue parte de la estructura del régimen. Pero no se trata solo de herencia familiar. Ella misma ha sostenido públicamente, en distintas ocasiones, una mirada indulgente hacia el golpe y hacia sus consecuencias.
Hace apenas unos meses, Matthei desató una nueva polémica en Radio Agricultura al afirmar que el golpe del 11 de septiembre de 1973 “era necesario” para evitar que Chile “se fuera derechito a Cuba” y que, en los primeros años de la dictadura, las muertes fueron “inevitables”. No fue un lapsus, sino una reflexión consciente. La reacción fue inmediata: desde organizaciones de derechos humanos hasta académicos como Sebastián Edwards, quienes advirtieron que sus palabras relativizan lo que fue un quiebre brutal de la democracia y un catálogo de violaciones sistemáticas a los derechos humanos.
Ante la presión, Matthei ofreció disculpas públicas en una carta abierta. Reconoció el dolor causado y pidió perdón, asegurando que no justificaba ni defendía los crímenes. Sin embargo, más allá de la disculpa formal, lo significativo es el patrón que se repite: una trayectoria de relativización del autoritarismo, de presentar como “inevitable” lo que en realidad fueron decisiones políticas de reprimir, desaparecer y asesinar.
Por eso, cuando alguien le pregunta a un votante de Matthei “¿qué te hace apoyar a un fascista?”, no basta responder con tecnicismos históricos sobre si el régimen fue o no fascismo en sentido estricto. La cuestión es política y ética. Apoyar a Matthei hoy implica aceptar —o al menos tolerar— esa ambigüedad frente a la dictadura, esa incapacidad de condenarla sin matices, ese vínculo con un legado que Chile todavía no termina de procesar.
El país tiene derecho a preguntarse si quien alguna vez sostuvo que el golpe fue “necesario” puede representar una opción democrática robusta. Si alguien que relativiza las muertes iniciales del régimen puede asumir con credibilidad la defensa irrestricta de los derechos humanos.
La democracia no necesita “condenar” al autoritarismo, porque son opuestos estructurales: la una existe a condición de excluir al otro. Lo que sí requiere es un compromiso inequívoco de quienes aspiran a gobernar en nombre de ella. Y aquí radica la distinción clave: no basta con decir “no justifico”, hay que demostrarlo en discurso, en convicciones y en actos.
Chile necesita certezas democráticas, no ambigüedades autoritarias. Porque si algo nos enseñó el siglo XX es que relativizar las dictaduras abre la puerta para que vuelvan los horrores que decimos no querer repetir.