"El amor de Héctor Noguera": La columna de Richard Sandoval
"No puedo no ponerle el rostro de sus personajes cuando escucho hablar de Tito Noguera. No puedo no encajar la voz que nos formó en el histrionismo, o que se hizo parte de nuestras vicisitudes venideras, las penas y alegrías que la nostalgia convierte en ensoñación", dice el columnista para Turno PM.
¿Quiénes éramos cuando nos conquistó el corazón Héctor Noguera? ¿Puedes todavía retroceder a ese tiempo de calles de tierra mojada y paredes no estucadas de primaveras frescas? Eso quiero recordar, pero también lo quiero revivir. Porque quise a Tito Noguera cuando aún vivía mi padre, y me niego a aceptar la extinción. Tengo tantas ganas de que el pasado sea presente, de rebobinar la realidad como si fuera el cassette una teleserie anclada en su porfiado tiempo.
Quise a Tito Noguera cuando vivíamos en el mundo donde estaban algunos de los chilenos que más adoré. Un mundo que mi inocencia reconstruye con fragmentos vívidos, pero incompletos, como si fueran adelantos de un próximo capítulo. Un mundo donde pudo haber estado tu madre, tu abuelo, tu vecino de risa sugerente, de chiste coqueto y de modos astutos, siempre al filo de la reprimenda. De esos vecinos que ya no existen.
Sí, hablo de Federico Valdivieso, el alcalde de Sucupira, el chanta tan querido que jamás encontró a un muerto para inaugurar su nuevo cementerio. Y hablo de Chile, porque a nosotros nos constituyen estos personajes mañosos que no imagino en otra parte del planeta. El Chile tan descrito por el cineasta Raúl Ruíz, el país de caminantes sin destinos e incoherentes hablantes sin afán.
Mi fantasía onírica dice que en ese universo fui feliz y en ese universo quiero volver a respirar. En una tarde después del colegio comiendo pan amasado con margarina, pegándole a la tele para que pase la comedia. Que no me importe nada más que reír en el regazo de los adultos que se hacen cargo de la casa. Una tarde donde vale tanto la cara de Tito Noguera, sus gestos de juego e impresión frente a Juan del Burro, como las de los Power Rangers que veremos después. Porque todo en la vida es el más sencillo de los juegos. A la distancia desaparecen los odios y las precariedades.
No puedo no ponerle el rostro de sus personajes cuando escucho hablar de Tito Noguera. No puedo no encajar la voz que nos formó en el histrionismo, o que se hizo parte de nuestras vicisitudes venideras, las penas y alegrías que la nostalgia convierte en ensoñación. Quizás ahí está el mayor y mejor efecto de un drama nacional: forja nuestra pertenencia, justifica el estar todavía por estos lados hablando de estas formas.
No puedo dejar de pensar en mí felicidad o lo que pensaba como la cumbre de ese futuro idílico cuando ubico a Tito Noguera en 1997, sur de Chile, bosque nativo, “Oro verde”. Es que no puedo retirar de mi mente la canción “Sé que volverás amor”, figurarme su beso ecológico y secreto con Delfina Guzmán desde mi cama veraniega de un Santiago poniente gritando por más crecimiento y desarrollo, por un poquito más de cariños de mamá, por un abrazo más de un papá que no tenía porqué saber que pasaría tan luego a los planos paradisíacos de Dios. Vuelvo a ver ese beso y siento deseos de amarrarme a la infancia que lo vio por primera vez.
Entonces, Tito Noguera no es un hombre que recrea las voces de otros hombres, no es el profesional que cobra su sueldo por ponerse en los zapatos diseñados por un guión. Es un permanente gesto, una entonación de la identidad, es la mirada del amor y la traición que nos subyacen. Cómo podría yo hablar de traición sin sufrir las palabras confiadas a un Drago preparando un puñal, en Romané. Cómo podría yo hablar de figura paterna sin Ángel Mercader desmoronado por la verdad de la modernidad, convertido en un feto indefenso ante la severidad de su propio padre endiosado en un cuadro en las alturas de un escritorio vacío.
Pero Tito Noguera es también la encarnación de un siglo. Es la redención del “Chacal de Nahueltoro”, el abuso y la tragedia de “Sub terra”, la búsqueda de la libertad desde las tablas de un teatro en “La vida es sueño”. Una invitación a la conmiseración, quizás la acción humana más reñida con los tiempos en que imperan la imposición y la frivolidad. Es también la soberbia de una patria salvaje como la de Mister Clark, el anciano que sale impune sobre su cama desde la pampa salitrera, desdeñando los tantos muertos de su voracidad capitalista.
Por eso sentimos que se nos va parte de la identidad que nos ha permitido alguna idea de chilenidad. Porque la ductilidad de su rostro nos ha hablado por todos los pocos siglos que nos han forjado, desde el borracho al picarón, desde el héroe al tirano.
Es la virtud de los mejores artistas. Es el afán de los auténticos cultores. Como el Gato Alquinta, cómo Víctor o Violeta, Delfina o Luz Jiménez. Despedimos el esfuerzo de la humanidad acumulada que trabaja por elevar la cultura que no es otra cosa que lo que somos en cada cerveza tomada en un bar, en cada once compartida al atardecer. Lo que somos en el pequeño hogar que habitamos a media luz. El latente suspiro de vida social que nos dieron nuestros muertos.
Acongoja el desprendimiento de esta tierra de otro timbre de voz que nos sitúa en una charla con el abuelo extinguido, o ese papá porfiado que no cesa de aparecerse en nuestros sueños, aquellas noches en que despertamos sin poder retener la melodía de una carcajada. Con Tito Noguera se nos sigue desgranando Chile. Ya no alcanzamos a darnos cuenta. En palabras de un estudio: se va el mejor actor en la historia de un país extraviado. En palabras musicales teleséricas: se va al modo suyo.
Un amor así no puede darme más, viejo retamboriao mentiroso.