"Yo, que luché por la libertad pero nunca la pude tener": La columna de Fabián Alfaro
"La brillantez de Milei no está necesariamente en la política, ni en el espectáculo, sino en su obstinada urgencia de tener la razón, de ser una prueba viviente de sus ideales más profundos en torno a esa fantástica anarquía neoliberal que lo hace sonreír de oreja a oreja cuando Elon Musk le dirige la palabra", escribe el columnista para Turno PM.
“La vanguardia es así”, decía Charly García a fines de los 90, su época más compleja. La década en que el artista comenzaba a convertirse en mito y hacía lo que fuera por mantenerse vigente, por ser querido, aceptado, idolatrado, comprendido. Y como buen mito, García cruzó el infierno para emerger de él y transformarse en toda una institución cultural e idiosincrática. Intocable, como Maradona, pese a sus pecados.
La idolatría tienta al ego, sobre todo a los más frágiles, pero para eso está la performance. Los ídolos del espectáculo suelen volver del infierno porque recuerdan que su personaje en el escenario es una representación performativa de su trabajo y los que no, bueno, siguen siendo idolatrados en sus tumbas. O mueres como rockstar, o vives lo suficiente para terminar siendo un buen tipo.
Todo eso es muy atractivo cuando se mantiene en el mundo simbólico. La fantasía, los arquetipos, las luces, los himnos. Sin embargo, cuando la performance salta al mundo real, las cosas se complican y se vuelven aburridas, predecibles.
¿Te acuerdas de ese ese ex que daba la lata asociando la letra de una canción que él no escribió a aspectos de su vida, para darle un dramatismo forzado a su propia realidad? “Te juro que esta canción habla de nosotros”. Algo así fue lo que hizo Javier Milei esta semana. El problema es que él es presidente de Argentina y, a diferencia de otros, su país sí se está cayendo a pedazos.
La respuesta más lógica es que cantó ante más de 15 mil personas para distender el caos de la crisis política, social y económica en la que está hundido su gobierno y la verdad es que si le funcionó. Al menos por esta semana, todo el mundo ha hablado de su concierto, mientras la trama de José Luis Spert y el narcotráfico, los presuntos choreos de su hermana Karina o su insidiosa obsesión de vetar derechos sociales para enfermos, niños y jubilados, han pasado a segundo plano.
Una respuesta más emocional, pero aún pragmática, es que todo fuera el grito ahogado de un niño golpeado, maltratado y abandonado pidiendo auxilio, suplicando por un abrazo. Es que el tipo es raro y su historia es tristísima. La típica víctima de un sistema que lo transformó en victimario, en un monstruo narcisista dispuesto a lo que sea por demostrar un punto.
Pero hay una zona gris, porque la brillantez de Milei no está necesariamente en la política, ni en el espectáculo, sino en su obstinada urgencia de tener la razón, de ser una prueba viviente de sus ideales más profundos en torno a esa fantástica anarquía neoliberal que lo hace sonreír de oreja a oreja cuando Elon Musk le dirige la palabra. Por eso es que no sabe hacer nada más que defender con una preocupante alevosía las convicciones de la élite que dice aborrecer, porque el libre mercado nunca te va a cuestionar, nunca se va a burlar, nunca te va a mirar con asco, siempre y cuando le permitas seguir acumulando capital.
Javier Milei nació pobre, pero como en algún momento descubrió que no hay nada que el libre mercado no pueda brindarte a cambio de dinero, decidió apostar todo ante ese dios que, por una no tan módica suma, entrega su paraíso aquí en la tierra. Apostó y ganó, porque ahora es jefe de ese Estado al que juró destruir y lo está logrando, sin darse cuenta de que su mayor enemigo es garante de la existencia de ese mismo dios.
Como también dijo Charly, “la entrada es gratis, la salida… vemos”. Por eso es que quizá Milei cantó con tanta rabia, con tanta pasión, porque probablemente se está dando cuenta de que ha luchado toda su vida por una libertad que ni ahora ni nunca va a poder tener.