"Octubre de 2019, seis años después": La columna de Alexis Cortés, académico de la Universidad Alberto Hurtado
"Hoy, sin embargo, priman las voces que reducen el estallido a su expresión más destructiva (estallido delictual) o derechamente conspirativa (su orquestación externa o local)", escribe el docente de la UAH para Turno PM.
El “estallido social”, para bien o para mal, es el hecho político más relevante de la historia reciente en Chile. Son las manifestaciones más masivas desde el retorno de la democracia, reconfiguraron el escenario político y activaron un proceso constitucional que fracasó dos veces. No es de extrañar que, por su magnitud, desde su inicio y hasta hoy se haya desatado una batalla político-intelectual por interpretar sus causas y consecuencias. Tal como lo señaló José Joaquín Brunner en 2021: “la pugna entre narrativas busca imponer eventualmente una comprensión hegemónica que confiera poder a quienes la proponen”.
¿Qué narrativa se ha impuesto y quiénes han ganado poder con ella? Inicialmente hubo una inclinación a buscar las causas profundas o estructurales de octubre: la desigualdad, el divorcio entre política y sociedad, la frustración generacional ante los límites de la meritocracia o las distintas formas del desapego. Hoy, sin embargo, priman las voces que reducen el estallido a su expresión más destructiva (estallido delictual) o derechamente conspirativa (su orquestación externa o local). Estas interpretaciones han ganado fuerza en la medida que ha declinado el apoyo a las manifestaciones a lo largo del tiempo y que este despliegue narrativo se ha consolidado en los canales tradicionales.
Si bien es cierto que la izquierda logró sintonía con la politización del malestar que el estallido activó, ofreciendo un programa de gobierno transformador, no es claro que haya habido conducción o capacidad organizativa de ese sector hacia el estallido, por el contrario, la inorganicidad fue uno de los rasgos más coincidentemente descritos por las ciencias sociales e incluso celebrado por algunas visiones. ¿Qué explica entonces el afán de denunciar una suerte de manipulación de esas expresiones? Parece que en la derecha hay también una resaca post-estallido, una especie de arrepentimiento por haber cedido en un momento de vulnerabilidad política. Me refiero tanto al llamado a compartir privilegios como a la apertura a cambios que el sector siempre había negado o vetado, como el reemplazo constitucional. Más allá de eso, lo que se busca es neutralizar la agencia política incontrolable que se activó en la sociedad por esos días. Lo que tanto intelectuales de izquierda como de derecha (Hugo Herrera, por ejemplo) identificaron como el retorno de una idea de pueblo. Lo que prima hoy, en cambio, es la frustración.
El balance del estallido, seis años después, es funcional a esta narrativa dominante. Tras el estallido, ninguna de las promesas ofrecidas se cumplió. No se realizaron grandes transformaciones ni se cambió el texto constitucional para permitirlas. Por otra parte, los chilenos retornaron de la pandemia con otras prioridades por la crisis de seguridad y migratoria, intensificadas en el contexto del Covid-19. Este cambio de escenario también obligó a modificar la agenda del gobierno que, a pocos meses de asumir, tuvo que enfrentar el fracaso del primer proceso constitucional. Dicha derrota implicó que la derecha recuperó la iniciativa política y la primacía narrativa.
Pero ¿fue el rechazo a la propuesta constitucional de la Convención el 4 de septiembre de 2022 la derrota del “octubrismo”? Erróneamente ese resultado se interpretó como un retorno a la cordura y moderación y, por ende, de negación de orientaciones cuestionadoras del orden y de los deseos de cambio que animaron las protestas del 18 de octubre de 2019. Diversas investigaciones muestran que la inclusión de 5 millones de nuevos electores que hicieron su estreno en ese plebiscito como votantes obligados inclinaron la votación sustantivamente hacia el rechazo.
Desde mi punto de vista, el comportamiento electoral de esos electores obligados refleja antes el sentido más destituyente del Estallido Social que su derrota. Una versión chilena del “que se vayan todos”. Su forma de ver la política como espacio meramente transaccional del que hay que desconfiar y, si es posible, castigar se expresó en sucesivas elecciones: bajo la forma del “rechazo” en 2022, de la elección de Consejeros Constitucionales republicanos el 2023 y en el “en contra” ese mismo año. Paradojalmente, quienes más han condenado el “octubrismo” hoy logran capturar el hartazgo y el deseo de transformación tras el estallido. Efectivamente, hoy, en particular, las candidaturas de extremaderecha canalizan la expectativa de cambio (y también de orden) y de castigo hacia una política lejana e insensible y, sobre todo, de desaprobación a quienes hoy están en el poder.
Durante los días que siguieron al 18 de octubre, hubo coincidencia en señalar que la postergación sistemática de deudas sociales y políticas (la constitución), habían contribuido a una acumulación explosiva de malestar que “no se vio venir”. Lo complicado es que la narrativa que impera seis años después es justamente poner bajo la alfombra esos malestares. La fórmula de negación más frustración puede ser aun más explosiva, sobre todo pensando que salidas institucionales como la del acuerdo del 15 de noviembre que permitió el proceso constitucional no serán alternativa si una situación como ésta se repite. Bien valdría recordar a quienes hoy sacan ventaja del post-estallido que, como decía Ortega y Gasset: "Toda realidad que se ignora prepara su venganza".