Chile no se cae a pedazos
Columna de Richard Sandoval del 25 de noviembre de 2025: "Chile no se cae a pedazos, pero tiene el ala rota que no lo deja volar tan alto como podríamos hacerlo. Como un país desarrollado. No se trata solo de devolver la seguridad, así dicha como una palabra vacía; se trata de recuperar las ganas de vivir, y de hacerlo de maneras honestas".
No, Chile no se cae a pedazos. Crecemos de manera discreta, pero crecemos. Tenemos una inflación controlada, el elemento económico crucial para seguir trabajando con la esperanza de poder vivir tranquilo el mes que viene. Ya se quisieran decenas de países tener una inflación anual al tres o cuatro por ciento. Nuestra deuda sigue en niveles aceptables, el precio del cobre está rompiendo los niveles históricos, y las tan anheladas inversiones extranjeras para que el país se empine en 2024 alcanzaron récord histórico. Por si fuera poco, hace días se informó que las exportaciones de Chile anotaron un registro récord entre enero y septiembre de 2025. Que nadie se confunda: somos un país latinoamericano envidiable.
Para muchos es un lujo lo que en Santiago se puede hacer: vivir al extremo de una ciudad, y combinando con un par de líneas del Metro llegar en menos de una hora a un lugar de trabajo. Tiempos que se cumplen la mayoría de las veces con exactitud, servicios de calidad con nada que envidiar al primer mundo. Abundan los vídeos virales de extranjeros alucinados con el nivel de nuestro transporte público. Los chilenos seguimos profundamente orgullosos del país que tenemos y de cómo lo hemos construido.
El sistema político, con todo lo perfectible que es -exceso de partidos, fragmentación disfuncional, etc-, cumple. Los gobiernos culminan sus períodos de manera normal y nadie se puede imaginar, por muy fanático a un sector político que sea, que estemos ni cerca de la realidad de países vecinos con democracias tan fallidas que ejercer la presidencia es un pasaporte a la cárcel por la corrupción desbordada e inabarcable.
En Chile cada vez nos impactan más las tramas bielorrusas y sus detalles mafiosos dignos de película. Pero la Justicia los persigue y los procesa. Pese a la creciente desconfianza en el sistema judicial por los innumerables jueces caídos por delincuentes imprudentes, ahí están, sancionados, destituidos, acusados. Y un puñado más temblando porque saben que cuando los pillan -en general gracias a una prensa de investigación independiente que descolla-, les será prácticamente imposible eludir un procesamiento.
No, no nos estamos cayendo a pedazos. La criminalidad, aunque usted no lo crea, se enfrenta, y aunque de manera insuficiente todavía, ha retrocedido en los últimos años. Porque aunque usted no lo crea, estuvimos peor: violencia en macrozona sur, homicidios, ingresos irregulares por la frontera, por decir algunos elementos críticos. Además se ha logrado la detención de los principales cabecillas del tren de Aragua que han operado en Chile cometiendo los crímenes de más alta connotación pública.
Chile no se cae a pedazos, pero en este vuelo nacional tenemos un ala rota. La rotura está en la profundidad del alma del país, y se cruza con el mismísimo valor que le damos a la vida. La rotura está en los soportes morales que debieran protegernos de la fugacidad de la existencia, de la normalidad de la muerte. Soportes morales que para miles de jóvenes ya no existen. La rotura está en el corazón del mundo popular que, ante las nuevas formas del crimen instalado, ya no pueden vivir como lo hacían antes, quizás porque ni siquiera son reales las alternativas a esa vida delictual normalizada.
La rotura está en los barrios carcomidos por el narcotráfico hasta los huesos. La rotura está en la ausencia casi total del Estado en las poblaciones donde los dos papás trabajan para pagar las cuentas de sus casas y sus hijas se convierten en esclavas modernas de capos de la droga que las vuelven adictas y les pagan cifras inalcanzables metidas en un búnker donde otros hombres y mujeres que no pueden sacar la droga de sus cerebros acuden a comprar. En ese breve pedazo de ciudad radica la centralidad de la rotura.
La rotura está en los sectores populares donde mamás deben recoger cada noche balas locas que entraron por ventanas expuestas a la normalidad del fuego homicida. La rotura está en el miedo a que tu hija vea en la organización criminal el único camino a las luces, y en lugar de agarrar los cuadernos para soñar con una carrera profesional opte por destrozar su vida. Porque además ¿De qué sirve estudiar? Piensan, mientras la televisión informa de un estudio que indica que muchos ni siquiera recuperan lo económicamente invertido.
La rotura del alma de Chile está en lo mucho que tardamos en darnos cuenta que para un joven de la pobla vale más una vida brevísima, intensa y frenética, entre persecuciones, robos y pandillas; que eso vale más que una vida tranquila, larga, honrada, de trabajo. Esto está rompiendo Chile: ese cabro no está en el colegio, está en el éxtasis de las sustancias, sin metas dentro de un marco ético social. Ese cabro prefiere morir en un choque de alta intensidad, pero con sus zapatillas puestas, las mejores Jordan y el mejor buzo que le combine. Porque trabajar y ser, como decían nuestros papás, una persona de bien, nunca fue opción en su entorno controlado por un capo del blin blin.
Chile no se cae a pedazos, pero tiene el ala rota que no lo deja volar tan alto como podríamos hacerlo. Como un país desarrollado. No se trata solo de devolver la seguridad, así dicha como una palabra vacía; se trata de recuperar las ganas de vivir, y de hacerlo de maneras honestas. Se trata de una revolución cultural. Lograr que miles vuelvan a creer que vale la pena educarse, que el trabajo no es de perkiin sino una opción de vida virtuosa, que importe al menos algo la virtud.
Ahí es donde debe pensar la persona que quiera gobernar Chile en serio, para generar cambios que no sean soluciones hechas de cáscara. Hay que cambiar elementos de la cultura profunda del país. Eso es largo y tedioso, pero la mejor solución si es que queremos, en serio, que las personas y la sociedad entera vuelva a sentir el vigor de la prosperidad, el ascenso social, que valió la pena haber estudiado, que no son sino los verdaderos efectos de vivir en un país seguro.
No basta con que todos hablen de seguridad con ímpetu y energía militar. Falta comprender el corazón de lo que está en juego: el sentido mismo de vivir. Para qué queremos estar juntos ¿Tienen sentido nuestras vidas? ¿Los extensos entornos dañados por la radiación del crimen organizado quieren ser felices? ¿Cómo? Nuestro principal problema es profundamente social.
Quizás no alcance a ser tomado a plenitud este desafío en la elección presidencial en curso. Pero si a corto plazo no se atiende este problema con auténtica profundidad, ya no solo tendremos un ala rota. No, no nos estamos cayendo a pedazos. Chile tiene, en general, muy buena salud. Pero ya no basta con un mall lleno los fines de semanas, apreciables cifras de inversión extranjera, arduo y efectivo combate a los criminales. Hay que salvar nuestro vuelo, hay que curar el alma. Hay que trabajar en una política social integral que devuelva las ganas de vivir.